
Nunca había firmado el prólogo de una novela. De escribirla entera ni hablamos. Porque además contaría la historia de un viejo pescador que trinca el pez de su vida y al final se lo comen los cabroncetes de los tiburones. Eso no le interesaría a nadie, porque a nadie le gusta la pesca tanto como a mí. O quizá se le ha ocurrido ya a otro, que hay que ser canalla. Y tampoco alcanzo a recordar pasajes de mi niñez medianamente sugerentes. Todo muy normalito, vaya. Así que, mientras le echo valor y se me manifiesta cual fantasmogénesis una aventura romanticona entre epidemias de cólera o algo por el estilo, me he entretenido juntando palabras para el preámbulo de una ajena. ¿Sabéis por qué? Pues porque el autor es Manolo Bohórquez, un noble varón que quiero tela. Pero tela, tela. Él también me quiere, eso creo, a pesar de todo lo que sabe de mí. Sientes que, llueva o truene, en un lugar del mundo siempre hay un plato de sopa caliente a tu disposición. Sí, como decía Eli Wallach arreando a las bestias junto a Clint Eastwood. Pero sin coñas. En fin, estos son los modestos versos que me he atrevido a componer para las dos primeras páginas de Cuatrovientos. El niño que hablaba con los olivos. Estremecedores relatos del hermano flamencólogo sobre su infancia en Palomares del Río. Cuando termina el prólogo empieza lo bueno.
Aquella noche, además de cansado, yo regresaba triste. Era la noche del 6 de enero. Mi abuelo había ido a tocar a un barrio que no frecuentábamos. Los niños andaban por la calle con sus juguetes nuevos. Envidiaba las roscas que veía en los escaparates, las bolsas de dulces y las ropas buenas y confortables. Al entrar en la buhardilla miré alrededor. (…) A la luz de la bombilla sucia que colgaba del techo distinguí la cama grande desvencijada, la mesa coja en la que estaban dos tarteras y varios platos, el taburete, la silla del abuelo, el palanganero de hierro oxidado y la chimenea de piedras rotas, pringosa de humo y grasa, en la que hacíamos fuego los días que cenábamos caliente. Me sentí tan triste que me volví al abuelo y exclamé:
–¡No tenemos nada!
El abuelo, entonces, fue hacia la ventana y la abrió a la noche:
–Mira –me dijo–. Tenemos las estrellas.
Yo miré hacia fuera. En la noche seca, bajo el cielo negro, miles de estrellas brillaban sobre nosotros.
–Tenemos las estrellas –repitió el abuelo–. Todas las estrellas de Dios.
De niño leía en casa una y otra vez este cuento de Navidad. No hace mucho pude comprobar que mi hermana Pati aún lo recita de memoria. Parece que por Heliópolis cuajó más que Roberto Alcázar y Pedrín. Conservo aquel libro de lectura del colegio –Senda, 1975–, y el relato de su página 23, amarillenta por el paso del tiempo, me sirve para mostrarle a mis hijos que deben valorar lo que tienen. Que no todos los niños de este mundo son tan afortunados. Que su papá les quiere tanto como aquel abuelo quería a su nieto, aunque felizmente sin descorrer las cortinas para que dibujen en un cielo seco y negro la silueta de un juguete nuevo o del abrigo más confortable. Confieso que cuando me ven elegir entre los libros de la estantería el de lomo roído me dicen: papi, ¿otra vez el cuento del niño pobre y las estrellas? Pero luego ni pestañean. Y más tarde se duermen, como diría Bohórquez, con el pájaro de la felicidad posado en sus rostros. Ahora sé que la autora de aquella entrañable fábula, Concha Castroviejo (Santiago de Compostela, 1910 – Madrid, 1995), tuvo que esperar a que muriera su padre, catedrático de la Universidad de Santiago, para poder estudiar Filosofía y Letras, pues su progenitor no era de la idea de que las féminas fueran, digamos, letradas, y con el tiempo llegó a ser una gran periodista y escritora. Esa era su ilusión. La escritura. El noble arte de combinar las más hermosas palabras. Y no lo tuvo fácil. Concha fue crítica literaria en los más prestigiosos medios de la época –el diario Informaciones, la Hoja del Lunes y la Agencia Efe– y ganó el premio Doncel de literatura infantil. Y no, Concha no fue pobre, pero en solo unos párrafos retrató como nadie la tragedia de un niño desamparado y soñador.
En la lectura de este sobrecogedor relato –mitad autobiográfico, mitad novelado– de Manuel Bohórquez uno imagina a doña Josefa bajo un sol abrasador recogiendo aceitunas de los olivos para ganar un jornal con el que alimentar a sus tres pequeños, a quienes un mal viento dejó sin el cariño y la protección de un padre. Pero sobre todo se reconcilia con un mundo que, pese a todo, ha brindado al mocito necesitado la oportunidad de convertirse en un gran hombre. En un señor honrado, como otros muchos, quizá no tantos, pero en su caso, letrado. Talmente Concha. Una proeza, a juzgar por lo que aquí leemos. “Éramos pobres, pero no lo sabíamos”, escribe con ese fabuloso sentimiento narrativo que Dios le ha dado. Quizá sí que paró por Cuatrovientos. Me refiero a Dios. Uno imagina, decía, a un proyecto de escritor, aún sin ser correspondido su amor por las palabras, flacucho y de ojos vivarachos, pidiéndole a esos mismos árboles con los que batallaba Josefa que le alzaran al cielo para alejarle del terruño. El autor lo describe como un onírico viaje en una nube rumbo al arco iris para descifrar el enigma de sus colores. En realidad el secreto del arco iris estaba en los libros, como todo lo demás. Y ese fue el tren al que subió aquella mañana en la que los olivos agitaban sus ramas con rabia y las nubes bajaron tanto que llegó a besarlas.
El niño que hablaba con los olivos vivía en otro Palomares. En otro Cuatrovientos. Hasta la taberna de Mariquita Méndez era otra. Dos huevos ya no son dos pares y Sevilla ya no es otro planeta. Lo único que no ha cambiado es la humilde casita con techo de canales. Aquella ciudad, su particular sucursal del edén, donde las casas estaban más juntas que un beso apasionado, vive en los recuerdos de un niño grande. Pasa por ser un adulto, pero el que escribe estos relatos es el chaval que habita en su interior. Ese es el que realmente ve por sus ojos, aún vivarachos. El que todavía no sabe que fue pobre, porque aprendió a no desear lo que desconocía. El chico que asiste fascinado a los quehaceres de su patrón: periodista, crítico, conferenciante, bloguero… El mismo muchacho que durante una época fue dichoso en un pueblo aljarafeño de 700 habitantes, sin incluir a don Amadeo, el párroco, que era de la europeísta Coria. Fueron once años que marcaron su destino. Podrían, debían, haber hecho de él uno de esos hombres que en el preámbulo de la vejez se dan cuenta de que la vida no les ha permitido cumplir sus sueños. Pero para Manuel Bohórquez, los dos, el joven y el mayor, cada día de esa década fue una fecha señalada en el almanaque de la felicidad.
Esta es la historia de un niño enamorado. La metáfora de un hombre que añora aquellos paisajes de su infancia, aquel sol, aquella luz. De un artista que cierra los ojos, vivarachos hasta el final de los días, para esbozar la calle Cuatrovientos con el pincel de la utopía. Que colorea las tristezas y alegrías de sus gentes. Que le pide a aquella gran actriz de la televisión en blanco y negro que vuelva a actuar solo para él. Le dirá solo lo que quiera oír. Este es el autorretrato de la vida de un admirable escritor. Mejor tres veces: la vida, la vida, la vida.
© Quico Pérez-Ventana
Prólogo del libro Cuatrovientos. El niño que hablaba con los olivos de Manuel Bohórquez (Pozo Nuevo, 2014).
Podéis solicitar el libro al autor a través de su Facebook.
Información de la obra en este enlace de El Correo de Andalucía.